La belleza...


La belleza siempre nos fascina y la consideramos como el signo externo de la bondad. 


Para los niños pequeños, cualquier cosa que proporcione placer es buena: una piel tersa, música, luces de colores, dulces. ¡Qué decepción averiguar que el suave gatito tiene garras que rasguñan!


A medida que crecemos nuestras nociones de belleza y placer se profundizan y se vuelven más complejas. 


Observamos que, con frecuencia, la belleza de las personas es un reflejo de su yo espiritual, y que la belleza física es superficial e insatisfactoria a menos que esté acompañada de un espíritu generoso.


Esto es lo que se llama ordenar nuestras prioridades: decidir o descubrir que la virtud no es aburrida, sino algo esencial. 


La honestidad, la confiabilidad y la veracidad son algo que buscamos en los demás y que tratamos de alcanzar. Estas virtudes son mejores que las ropas o los coches.


Dice un refrán: “En la edad madura, tenemos los rostros que merecemos". 


Todos hemos visto el daño que el egoísmo o la disipación dejan en los rostros de antiguas bellezas. 


Cuando nuestros espíritus sean fuertes, duraderos y compasivos, seremos agradables a la vista.


La fuerza y la ternura son más bellas que los pómulos altos o el cabello rizado. Yo merezco esas virtudes.

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