Un cuento invernal


Lo ame tanto como a un hermano.
Ni mi padre, ni mi madre, ni siquiera los vecinos… nadie podía comprender como se podía querer tanto a un árbol. Me llamaban el tontito, el loquito, tanto así, que hasta mis propios padres dudaron varías veces, y muy seriamente sobre mi cordura.

Pero así fue siempre. Nunca tuve muchos amigos (en realidad ahora que lo pienso, creo que ninguno), ni mascotas. Mis padres siempre estaban fuera de casa, y no tenían plata para pagarme una niñera, entonces el, mi árbol, era mi mejor compañía, mi mejor amigo. Pasé horas jugando con el, trepándome, podándolo, girando a su alrededor como un loco (pero solo de contento). Le contaba mis problemas, mis alegrías… y el siempre me escuchaba, sin pedir nada a cambio. Solo me entregaba su belleza, su perfume, su verdor.

Ese día mis padres decidieron mandarme a una escuela secundaria permanente (era una manera de suavizar la palabra “internado”), y me pidieron que no les falle, que debía demostrarle a todo el mundo (el mundo al que se referían mis padres eran los vecinos), que yo no era tonto, no estaba loco, y que debía hacerme digno de mi apellido, debía hacerlos sentir orgullos. “Anda y traenos ese titulo hijo”, me habían dicho como ultimas palabras de aliento (o de presión, según desde donde se lo mire). Te prometí entre lágrimas, querido amigo mío, que volvería a verte. Suceda lo que suceda, vos serías el último ser en este mundo al que acudiría, el único al que yo querría siempre ver.

Hoy como siempre lo hiciste, me vas a ayudar. Lamentablemente no fui lo suficientemente fuerte como para terminar los estudios, y traer el diploma que tanto ansiaban mis padres. Fue tan difícil, todos me molestaban, no podía concentrarme en el estudio, y lo que más me dolía, era no tener tu apoyo. Les fallé, no pude… no pude.

Adiós amado amigo mío.

Nunca me olvides.

No tengo la fuerza para enfrentarme a mis padres y comunicarles mi fracaso. Pero aun ahora, soy feliz, porque tu estas acá como siempre, escuchándome, ayudándome… sosteniendo la soga que esta atada alrededor de mi cuello, y me quita de a poco el aliento, la respiración...la vida.

Pero aun soy feliz, porque mientras me voy, te veo… hermoso como siempre, con tu radiante verdor y esa grandeza que siempre te caracterizò, para no quebrarte y llorar como yo, despidiéndote orgulloso de tu fortaleza, de nuestra eterna amistad.

Esto no es una experiencia personal, solo un cuento, sacado de los cuadernos de colegial, del siglo pasado.

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