Encontré ojos que se buscaban. Pero las nubes les cerraban el paso. Quise gritarles, despertarlas, pero la voz me abandonó a último momento. Me quedé, entonces, inmóvil en aquel desierto de esperanza. Esperanza de saberse verdadero. Pero, al igual que yo, las miradas se fueron perdiendo nuevamente.
Estuve echado largo rato tratando en vano de imaginar música. Verla, tocarla, saborearla, oírla, olerla, o, en todo caso, vivirla. Pero no pude. Seguí ahí mendigando. Por un momento hasta osé sentirme libre, pero me dolía la mañana. Dolía como siempre, y no pude hacer más que sonreír con algo de sorna a ese designio. Los demás pasaban de largo casi sin mirarme y definitivamente sin sentirme. Deseaba tanto que alguien se conmoviera con mis ojeras, prueba irrefutable de mi silenciosa lucha. Pero me quedé solo con mis ojeras, dando de cuando en cuando una fumada a mi cigarrillo. Traté también de odiarlos por la apatía, pero también yo lo había hecho antes.
Y llegó la noche. Seguía enjaulado. Y las estrellas me parecieron tan abominables. A ellas sí las miraban, les hablaban, escribían sobre ellas. Parecía una noche sin posible reconciliación con ellas. Me percaté, luego, que mis manos también estaban llenas de estrellas. Me negué a sentirme afortunado. No supe agradecer el pequeño gran espectáculo, y supongo que por eso tuve que ser castigado.
Conocía muy bien esa desidia que años atrás casi me había robado la vida. Pero entonces era un hombre nuevo, si es que acaso podía considerarme ya un hombre. Era un niño, en realidad. Pero eso importaba poco, ya que mis pies estaban igual de marchitos. La última bocanada de humo me devolvió un poco de dignidad.
Aún estando tan sucio, tan ajado, y tan poco presente. De pronto me pareció escuchar mi nombre. Levanté la mirada a la vez que hacía una mueca que hasta parecía una sonrisa ilusionada. Pero me encontré con lo mismo: un bosque de tormentos muy míos. Y así, entre quemaduras e imperfecciones, me quedé dormido.