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Disfrutar la soledad


Haz las paces con la soledad. Ya no le tengas tanto miedo. Ella no muerde, acaricia. Incluso puede hacerte cosquillas. Es verdad que a veces nos sobresalta, pero nos enseña. Quédate con ella unos días. Pruébala, a ver a qué sabe. Puedes empezar por salir solo. Sin compañías de ningún tipo, ni parientes ni amigos. Ve un día al cine, a la hora pico, cuando todo el mundo va acompañado, y haz la fila con cara de ermitaño despechado. Muéstrate solitario. Deja que algunos te miren con pesar (“Pobre, no tiene con quién venir”) ¡Y qué importa! ¿Acaso necesitas tener un bulto al lado para ver la película? Un sábado por la noche, reserva lugar en el restaurante de moda de la ciudad. Ponte tu mejor gala y llega sin compañía. Acércate a la mesa sin más séquito que el camarero, y cuando te pregunten si esperas a alguien más, contesta con un lacónico “no” (como diciendo “hoy no necesito a nadie”). Pide un buen vino y degusta la comida como si fuera la mayor exquisitez. Compórtate como un epicúreo. Ignora las miradas. Descubrirás que, afortunadamente, no eres tan importante. A los cinco minutos nadie se fijará en ti. Pasarás totalmente desapercibido hasta para los más chismosos. Saca a pasear tu soledad con garbo y decoro. Airéala. No la escondas como si fuera un acto de mal gusto. No te avergüences de andar con ella. Muéstrate como un ser independiente. A la hora de la verdad, no eres más que un ser humano al que a veces le gusta estar a solas.

Busca el silencio. Contémplalo. Acércate a él sin mucho ruido. Saboréalo. Cuando llegues a tu casa, no corras a conectarte al televisor, la radio, la computadora o el equipo de música. Primero relájate. Quédate un rato incomunicado con el mundo. ¿No te has dado cuenta de que tu cerebro está sobreestimulado? Desagótalo. Intérnate unas horas en el sosiego de la falta de noticias. Elimina toda nueva información por un tiempo. No hables con nadie. Enciérrate por dos o tres días. Descuelga el teléfono. Aíslate. Practica la mudez.

También puedes quedarte unas horas sin estímulos visuales. Tápate los ojos y juega a ser novidente. Desplázate por tu casa y trata de hacer algunas actividades sin mirar. Utiliza los sentidos silenciosos como el tacto, el olor y el movimiento.

Busca un lugar apartado, donde la naturaleza esté presente. Escápate por unos días. Aléjate del bullicio artificial y busca el sonido natural. Deja que tu atiborrada mente se oiga a sí misma sin tanta interferencia. Medita y mírate por dentro en la calma de una quebrada, o en el concierto de los animales nocturnos (no discutas con los grillos). Disfruta del “tic tac” de la lluvia. Reposa bajo un árbol y deja que la brisa se insinúe. Esto no es sensiblería de segunda, sino ganas de vivir intensamente los sonidos del silencio.

Si eres una persona que no tiene pareja y se siente sola, no te apresures a buscar a alguien con la desesperación del adicto. No te pegues de la primera opción. La experiencia me ha enseñado que cuando menos se busque el amor, más se encuentra. El deseo descontrolado asusta a los candidatos de cualquier sexo. Si la ansiedad se nota y las ganas te salen por las orejas, espantarás a cuanto ser humano se te acerque. Borra el cartel de tu frente: “Busco pareja”, y cambia su contenido por uno más decente: “Estoy bien así”. Declárate en estado de soledad por un año. Pero no porque eres de malas, sino porque tú lo decidiste: “No voy a tener a nadie durante un tiempo” (claro que si aparece el amor de tu vida la cosa cambia). Cuando hagas las paces con la soledad, los apegos dejarán de molestar.

Fuente Original:

Walter Riso. ¿Amar o Depender?

El llanto del hombre solitario


Lo he sentido sollozar en las noches solariegas y mi corazón se ha encogido de pena.
Es un hombre adulto herido acaso por la vida, elemento inmanejable que se le presenta lejano, hostil, indiferente.
Sus sollozos me han partido el alma, ya que es patético vivir a pasos de alguien a quien tanto le duele la existencia y no poder aproximarse a su lloro desesperado y tratar de consolarlo.
Acaso bastara con escucharlo, sentarse a su lado para oír de su boca como se desgranan sus tristezas, contemplar sus facciones contraídas por la desesperación, mirar a través de sus pupilas para adivinar los demonios que se han encargado de desacomodarle su interior.

Me siento culpable cuando veo su caminar desganado porque sé lo duro que es enfrentarse a la acidez de la vida, ver desfilar rostros que no sonríen, gente que no se conduele, estúpidos insensibles que agreden a destajo y que se congratulan mutuamente de tener a un esperpento que atraiga su morbosa atención.

Temo por ese hombre solitario que se deshace en llanto, se que inunda sus penas en el malsano licor. También se que éstas, envalentonadas y embravecidas, sobreviven a las continuas libaciones, se arriman de nuevo a las riberas de su alma mortificada y desde allí inoculan su veneno lento y persistente.

Anoche me despertó una especie de goteo, era como si algo espeso hubiese rebasado su recipiente y que liberado de su cauce, se transformase en un patético reloj marcando alguna despedida. Se me puso la carne de gallina, me imaginé al tipo con su rostro lívido viajando ya por la eternidad. Pensé en acudir a su puerta, saber que nada malo ocurría. Entonces lo escuché toser y respiré aliviado. Posiblemente haya pasado la noche en vela, acaso sus pesadillas lo devolvieron a este mundo de pesadillas más reales, eso no lo podría saber.

Pero temo por él, me imagino que nada en un océano escabroso que cada vez le opone más resistencia a sus tímidos braceos, lo veo naufragando ya resignado, acaso aliviado.
Quisiera conversar con él. Quizás aún no sea demasiado tarde…